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El cura gaucho que predicaba con el Martín Fierro

 

«Las verdades de a puño iban a encajarse para siempre en los corazones matreros», decían cuando monseñor Pablo Cabrera leía los versos que escribió José Hernández.

Pablo Emilio Palermo, en La Nación — Etnógrafo, coleccionista de objetos del pasado colonial, autor de trabajos sobre el Marqués de Sobremonte y la historia eclesiástica de Tucumán, monseñor Pablo Cabrera (1857-1936) vio la luz en San Juan y ejerció su ministerio en Córdoba. Entre 1896 y 1929 fue cura de la parroquia del Pilar, departamento de Río Segundo.

Al tiempo que dirigía el Círculo de Obreros, Cabrera escribía en el diario Los Principios, se dedicaba al teatro, a la música y brindaba en las rancherías asistencia a los enfermos. Miembro de la Junta de Historia y Numismática Americana (actual Academia Nacional de la Historia) y de la Academia Argentina de Letras, Gustavo J. Franceschi dijo de él: «De alma muy poco cosmopolita, profundísimamente criollo, experimentó el deseo de conocer mejor su tierra, para amarla con más intensidad”. Entre 1919 y 1922 fue director del Museo Provincial de Córdoba.

El sacerdote salesiano y poeta Luis Gorosito Heredia lo homenajeó algunos años después de su muerte con una simpática descripción de sus tiempos de seminarista. «¡Criollo de ley aquel pichoncito de cura! Era muy mateador y sabía prendérsele bien al amargo. Estaba siempre listo para convidar y que lo convidaran». Se trataba de un muchacho alto y fuerte, de voz poderosa y ojos negros y brillantes. «Los paisanos se miraban en un espejo, lo oían como si se oyeran a sí mismos, purificados y mejorados. Tenía sus mismas maneras de decir, sus mismos refranes y giros, su propio florearse imaginativo». Y agregaba: «Los paisanos de La Estancita y Río Ceballos lo querían como al mismo mate amargo, que sabe calentar la garganta, el corazón y las manos; pero no sabían cómo él los amaba en silencio».

Siempre lo veían con un libro en la mano: el Martín Fierro, la célebre obra de José Hernández. Encendidos los fogones o apagadas las brasas de un asado, sacaba su librito, esa «Biblia argentina»: «Voy a leerles algunas cosas de un gaucho como yo y como ustedes». Los «versos de payada se quedaban colgados de los oídos y las verdades de a puño iban a encajarse para siempre en los corazones matreros». Concluida la lectura, afirmaba Heredia, los paisanos «se alejaban, soñando, a sus ranchos, guasqueando los churquis y repitiendo mentalmente: ¡Hasta que venga algún criollo / en esta tierra a mandar!».

Hacia 1894 Cabrera conoció al general Bartolomé Mitre. El fundador de La Nación había publicado su Vocabulario razonado allentiac-castellano, complemento del vocabulario investigado por el padre Luis de Valdivia. Hablaron en el encuentro de historia, de etnografía, de los huarpes, puelches y diaguitas que habitaban el territorio argentino. De Mitre destacó su mirada dulce «como la que se sorprende en los ojos de los niños y afectuosa su palabra al igual que la de un padre».

En la pluma de Franceschi, la Academia Argentina de Letras dio noticia de su fallecimiento, cuando se encontraba casi ciego: «Su fe robusta, su piedad honda y sencilla, le daban fuerzas para sobreponerse a los achaques de la ancianidad y mantener viva la llama del alma».

Fuente: La Nación.

 


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