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El argentino, recientemente elegido miembro de la Academia Argentina de Letras, desembarcó en Madrid para poner el broche final al Festival de Otoño.
Julián Herrero, en La Razón, de España — Rafael Spregelburd habla de sus salidas de Argentina como un buzo que, tras emerger del fondo del océano sin botella de oxígeno, toma una bocanada de aire. El dramaturgo transmite la sensación de ahogarse en la atmósfera generada tras la llegada de Milei al poder de su país. «Se cerró el Ministerio de Cultura», lamenta de una «situación decadente». «Hasta se ha reducido la circulación cultural fuera del país». Sueña con aquellos grandes montajes de hace no tanto. «Apenas da para hacer monólogos. Cada vez es más raro girar con artículos tan voluminosos [como el que presenta]», dice cabizbajo.
Él, por suerte, es una primera espada en lo suyo, en el teatro, por lo que nota el bajón, pero tiene un salvavidas fuera de su país, donde, por cierto, acaba de pasar a engrosar la lista de miembros de la Academia Argentina de Letras. Acaba de llegar a Madrid para presentar Inferno [de paso, se ha acercado a la RAE para saludar a sus nuevos «colegas»] y lo hace desde una Italia en la que ha hecho escala para recibir un homenaje en el Reggio Parma Festival.
Pero aquello ya pasó, ahora toca cerrar el Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid en su último fin de semana. Asegura que le da «placer» porque es aquí donde está «el verdadero infierno». Y no piensen mal, sino que es en el Museo del Prado donde se expone El jardín de las delicias, de El Bosco, que inspiró una trilogía producida por el Vorarlberger Landestheater Bregenz de Austria que pidieron a tres autores: «A mí me tocó el infierno, por supuesto», ríe Spregelburd.
[…] Para Spregelburd, Inferno es una comedia «pese a todo, pese al tema»: «Hacemos algo que no se puede hacer, que es construir una pieza con muchos elementos del infierno de Argentina, el infierno de la dictadura militar. Hablar de las atrocidades de la dictadura a través de una comedia de enredos es difícil de digerir». Aun así, el director asegura que «los géneros en el teatro contemporáneo no conducen a ningún lado». Se sumerge así en una especie de absurdo que viene a contestar a Beckett, quien «hizo la revolución hace cien años y va siendo hora de responderle» […].
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