«Eurípides y Unamuno: Hipólito y Fedra. De los héroes a los hombres», por Alicia María Zorrilla

El templo griego, aferrado a la tierra, es el símbolo de lo clásico. Esa mirada hacia la tierra y, sobre todo, hacia el interior del hombre explica la pugna —el agón— entre razón y pasión que se desata en las tragedias de Eurípides. Las pasiones exacerbadas aniquilan la vida humana. Dice Francisco Rodríguez Adrados que la primera presentación de los problemas profundos de la vida humana, incluidos los del amor, se hizo en Grecia (en la épica, la lírica, el teatro) a través del mito: cierto que humanizado, penetrado de vida contemporánea. Los personajes euripídeos despiertan de su largo sueño mítico, se consubstancian con el mundo terrenal y se convierten en seres agónicos, es decir, hombres y mujeres que luchan porque sienten y se comportan como seres humanos. Eurípides trata de que se muestren auténticos ante la muerte, el amor, el dolor, la alegría o el odio. Esto explica el papel secundario del coro en sus tragedias, desplazado por los sentimientos de los agonistas, cuyo carácter es universal.

Hipólito, representada en el año 428 a. J. C., corrobora nuestra afirmación. Eurípides compone con anterioridad otra obra, titulada Hipólito velado, porque el protagonista se cubre con un velo, por vergüenza, cuando Fedra le declara su amor. Con esta tragedia, fracasa por la crudeza con que caracteriza a la madrastra. La reelabora, entonces, con rasgos de moderación y de heroísmo, pero conserva el mito del amor de Fedra por Hipólito.

Hipólito coronado, título de la nueva versión, por una corona que lleva el protagonista para ofrecerla a la diosa Artemisa, es la tragedia del amor incontenible, de la pasión incestuosa, que la diosa Afrodita enciende en el corazón de Fedra, mujer de Teseo, por su hijastro Hipólito (en griego, ´el que desata los caballos´). Ese sentimiento sin límites es la venganza de la diosa contra el joven, hijo bastardo de Teseo y de la Amazona Hipólita, pues aquel no desea renunciar a su castidad, fiel a la veneración de Artemisa, la diosa virgen, y se dedica a la caza. Hipólito considera a Afrodita la más infame de las diosas: rechaza el lecho y no acepta la boda. Fedra, avergonzada por ese amor que la consume, busca la muerte como purificadora de su "infortunio", de su "crimen", para conservar su dignidad heroica y para salvar su honor. Se siente adúltera cuando dice: Mis manos están limpias; pero mi corazón tiene una mancha; Mi acción y mi pasión, [...], eran infames; y a más, sabía que era mujer, ser odiado por todos. Oh, ¡muriera con infamia la primera que deshonró su lecho con extraños! Hay una lucha entre la verdad de sus sentimientos y el respeto a la norma social, por la que la mujer casada debe ser fiel a su esposo. Amar a otro hombre es terrible deshonra. Esas palabras de Fedra también nos documentan acerca del lugar que ocupa la mujer en la sociedad ateniense: generalmente relegada, desconocida y casada sin conocer el amor. Esa sociedad es patriarcal: el padre entrega a su hija al marido sin que medie un enamoramiento previo. Ella se atreve, pues, a quebrantar la ley moral con su pensamiento y con su corazón, no con la acción. Su nodriza, que solo desea salvarle la vida, le pide que tenga el valor de amar a Hipólito, pues la diosa lo ha querido y le aconseja que le comunique al joven su sentir. Fedra considera que esa proposición es una infamia: el amor me ha trabajado el alma de tal suerte que si prestas belleza a lo que es bajo, aquello de que huyo, acabará por devorarme. Pero la nodriza desoye sus palabras y le confiesa a Hipólito que su señora lo ama. Este estalla en improperios, se muestra arrogante, irascible, ante la flaqueza de Fedra. La nodriza le pide que calle y que no deshonre su juramento. Jura, entonces, su lengua, pero no su corazón, y se aleja del palacio. Fedra maldice a la nodriza porque ha intentado ayudarla a costa de su honor. Y esta, humildemente, pone en evidencia su sentido común: Señora, en verdad puedes censurar mi desgracia, pues tu resentimiento domina a tu razón; pero también yo, ante esto, puedo explicarme, si me escuchas. Yo te crié y te quiero; y por buscar remedio a tu dolencia he encontrado lo que no deseaba. Si hubiera sido afortunada, me contaría entre los sabios: así nos juzgan, según cuál es nuestra fortuna […].

Alicia María Zorrilla
Presidenta de la Academia Argentina de Letras