Para la sesión ordinaria del jueves 10 de septiembre, no realizada por la cuarentena, el académico de número y secretario general de la AAL Rafael Felipe Oteriño preparó su comunicación titulada «El cementerio marino, de Paul Valéry, a cien años de su publicación».
Las comunicaciones de los académicos leídas en sesión ordinaria, o escritas con tal fin pero no leídas por distintas circunstancias, como en este caso, son divulgadas en forma completa en el Boletín Informativo Digital de la AAL.
El artículo de Rafael Felipe Oteriño se publica a continuación, y también será difundido en el Boletín de la Academia Argentina de Letras —publicación impresa periódica y órgano oficial de la Academia—, en el número que corresponderá al período de julio-diciembre de 2020.
«El poeta Paul Valéry (1871/1945) se entregó con la misma devoción a escribir que a la pausa reflexiva tendiente a indagar los resortes escondidos de la creación literaria. Admiró, sin ocultarlo, a Leonardo da Vinci, Edgar Allan Poe y Stéphane Mallarmé. Del primero adoptó la conciencia geométrica, el gusto por las simetrías y la tendencia a la investigación. De Poe, la composición de la obra poética como el desarrollo de un problema matemático en el que la voluntad se superpone a las distracciones de la intuición y el azar. Y de Mallarmé, su maestro por elección, la decisión de centrar los efectos poéticos en el lenguaje, haciendo de la página escrita una imagen del universo. Así, sus lemas de escritor fueron: trabajo y meditación, cálculo y enmienda interminable de la pieza en desarrollo, como puestas en práctica de una ética personal. De esa labor son fruto sus obras Introducción al método de Leonardo da Vinci, Monsieur Teste, Variedad I y II, Eupalinos o el Arquitecto, Mi Fausto, La Joven Parca, y ya en la cumbre de su prestigio literario, allanando el camino a su incorporación en la Academia Francesa de la Lengua, a la que ingresó en 1925, El cementerio marino, del cual se cumple otro aniversario de su publicación. Pero no todo fue tan metódico ni sistemático en su vida de escritor, ya que alrededor de 1898, motivado por una crisis espiritual, se aplicó de lleno a las ciencias matemáticas, suspendiendo toda publicación literaria durante casi veinte años. Recién en 1917 rompió su famoso silencio (equivalente al no menos enigmático mutismo de Rilke sufrido durante la escritura de las Elegías de Duino) con la publicación de La Jeune Parque y, de inmediato, la edición titulada Charmes, en la que incluye el poema que hoy nos ocupa (“a eso de los cincuenta años —comentará tiempo después— las circunstancias han hecho que vuelva a la poesía”).
Fruto de su inclinación por explicar los pormenores del acto creador, y como respuesta al estudio del poema que fuera expuesto por Gustavo Cohen a los alumnos de la Sorbona —acto al que el poeta asistió—, Valéry dio a conocer el memorando “La génesis de un poema”, que es —según sus palabras— la puesta en claro de esa “larga intimidad de una obra y de un yo”. Allí señala que el poema se le reveló como una figura rítmica vacía que, a poco de prestarle atención, tomó la métrica del poco usual verso decasílabo, el que, a su vez, y por otra extraña trasposición, le impuso la necesidad de componerlo en estrofas de seis versos rimados, hasta alcanzar la totalidad de veinticuatro estrofas con las que completa su extensión. Comprendió, asimismo, que entre las estrofas debían existir contrastes y correspondencias en las que alternaran recuerdos de su vida afectiva e intelectual en el marco del mar y de la luz mediterránea de su infancia, con alusiones a la filosofía de Zenón de Elea en que lo sensual y “lo demasiado humano” se oponen a la metafísica de las cosas sobrehumanas. Fue entonces —detalla— cuando le surgió la idea de que el poema fuera un “monólogo del yo”, tan personal y universal —acotará Cohen en su ensayo— como es la meditación sobre la movilidad del Ser efímero y consciente y la inmovilidad del No-Ser inconsciente. Lo cual no es otra cosa que una reflexión sobre la vida en su dimensión más amplia, con el triunfo de lo momentáneo y sucesivo en el espacio de la colina que alberga el cementerio de su ciudad natal. O, más simplemente, la puesta en escena de la existencia misma en su continuo hacerse, en la que dialogan –y se interpelan de continuo- la acción vital de los sentidos con el anonadamiento de la Nada y lo Eterno, representados por el “mediodía justo” (“Midi le juste”) alrededor del cual gira toda la acción poética […]».